Cuando conozco a Jean Koulio sé y no sé lo que me va a contar. La suya es una historia más de las que tantas veces he escuchado y leído, la que comparten tantos jóvenes africanos que deciden ponerse en marcha en busca de mejores oportunidades para su futuro. A grandes rasgos, todos los relatos migratorios se parecen mucho: atravesar países, malvivir, trabajar de cualquier cosa; hacer amigos y enemigos por el camino; sufrir violencia de la policía, de los traficantes, de los ladrones, del sistema; jugarte el tipo para saltar una valla, surcar un mar, cruzar un desierto… Sin embargo, también sé que cada persona que atraviesa una experiencia así y decide contarla aporta un aprendizaje, una lección de vida
Mi nombre es Jean y tengo 24 años. En mi vida hubo un antes y un después. El antes fue el hijo único de un capitán del ejército de la República de Guinea; el alumno en un colegio privado católico en Conakry. Y el después es el emigrante que llegó a Senegal con 17 años, con menos de medio euro y una tonelada de miedo. El punto de inflexión: el asesinato de mi padre.
Me vi sin familia, ni casa, ni porvenir, así que comencé un viaje para el que no tenía pensado un destino: Senegal, Mauritania, Mali, Argelia. Pasé años de dificultades, clandestinidad y picaresca. En 2014 llegué al monte Gurugú, en Marruecos, frente a Melilla, donde me esperaba el peor año de mi vida: la Policía marroquí me pegó, quemaron mis pertenencias (si es que un colchón viejo y algunas sobras se pueden llamar así) y mataron a algunos de mis amigos. Al octavo intento, lo logré: salté la valla y entré en Europa. Fue el 11 de marzo de 2015.
De Melilla me llevaron a Madrid, donde pasé por los cuidados de varias ONG. Lo primero que hice fue ayudar a Paco, el encargado de mantenimiento de mi primer centro de acogida, por hacer algo mientras esperaba noticias de mi solicitud de asilo. Luego estudié, me emancipé. En esos años de transición me enamoré de Madrid.
He obtenido una oferta de trabajo como encargado de mantenimiento de un seminario (¡qué bien me vinieron las horas con Paco!) y voy a obtener mi permiso de residencia en España. Soy vecino de Villaverde, miembro de un club de atletismo y he fundado una asociación para ayudar a otros guineanos.
Guinea sigue en mi mente y la echo de menos tanto como aquel día hace siete años en el que entré en Senegal subido en el techo de un taxi, entre las maletas. No sé cuánto durará este viaje, pero sé dónde está mi hogar y sé que regresaré algún día.
La voz de Jean Koulio debería escucharse más. Él se marchó de Guinea sin oficio ni beneficio, no ha tenido más ni mejores oportunidades que otros, y ha salido adelante. No me detengo tanto en el relato del durante, sino en el del después, en el del chico que hoy, con solo 24 años, ya es dueño de su vida. El chico que ha estudiado, que trabaja, que tiene sus papeles en orden, que practica atletismo en un club de Madrid, que hasta ha fundado una asociación para ayudar a otros que están pasando por lo mismo que él. El joven que ha encontrado una familia en Madrid, que no ha permitido que los prejuicios de otros frenen su evolución y que hoy, en la redacción de El País, cuando viene a ser entrevistado, no teme dar su opinión sobre cualquier cosa que se le pregunte, no se avergüenza de nada y ha logrado hasta sonreírse al recordar los momentos más duros de su pasado. Durante la sesión de fotos, Jean mira al objetivo del fotógrafo con la cabeza bien alta, con orgullo y valentía y ganas de comerse el mundo, como cualquier hombre de su edad. Estas son las historias que yo no me canso de escuchar. Estas son las personas que no me canso de conocer